La rosa del Principito

Yo conocí a la rosa del Principito. Y, efectivamente, quedé cautivado por ella.

La conocí de casualidad y, en un principio, me engañó al hacerse pasar por una rosa cualquiera. Pero cada día, al mirarla, iba descubriendo en ella algo que la hacía, efectivamente, única. No era su forma ni su color sino más bien su fragancia, su delicada manera de presentarse ante el mundo, su sutil belleza frágil… lo que la hacía distinta. Comencé a entender aquello que el Principito decía de su rosa…

Una tarde de mayo, la rosa no quiso mirarme a los ojos. Estaba triste. Y yo me entristecí con ella. Intenté quitarle las orugas, como había hecho el Principito con ella tiempo atrás, pero no funcionó. Lo intenté con el biombo, con el agua del riego… pero la rosa no levantaba la mirada.

– No quiero llorar – me dijo. – Me siento vulnerable, fuera de control de mi misma.
– Eso no es malo – le respondí. – Todos necesitamos perder el control de vez en cuando.
– Vete, por favor – suplicó. – Quiero estar sola.

Y me alejé sin más. El Principito lo hubiera hecho. El Principito sabía administrar los tiempos y leer aquello que es invisible a los ojos: lo esencial.

– Mañana volveré puesto que ella es también mi rosa. – pensé. Y en la claridad de la noche hablé un rato con Dios acerca de la rosa…

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