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Jesús Merino, el niño cántabro que se fue al cielo en Land Rover

Pasaba un poco de mediodía cuando sonó el teléfono. La espera concluía. Jesús, con su maleta ya hecha hace días, emprendía su último viaje, la última obediencia y, con certeza, la más afortunada. Pese a su enfermedad, estoy convencido de que marchó riendo, alegre, sabiendo que iba a encontrarse de nuevo con sus «papis» y que iba poder abrazar a Aquel del que se enamoró en su juventud y por el que dio su vida hasta el último suspiro.

Han sido horas de tristeza. Tal vez porque no espéramos su marcha tan pronto, tal vez por no habernos podido despedir como nos hubiera gustado, tal vez por empezar a sentir ya el silencio que deja, el vacío que ya no va a ser llenado por nadie. Me he permitido llorar a lágrima suelta y, enseguida, he ido a refugiarme en el Señor. Mi mujer, mis hijos y yo tuvimos un pequeño momento de oración y pusimos a Jesús en las manos misericordiosas de Dios. A estas horas ya estará conociendo el Paraíso y preguntando si en el cielo hay wifi para poder seguir la actualidad mundana desde su inseparable iPad.

Repasando un poco todo lo vivido con él estos 6 años, es difícil quedarse con pocas cosas de Jesús. Tenía un carácter fácil que permitía vivir con él sin tensiones ni especiales dificultades. Pero ciertamente, si alguien me preguntara «quién era Jesús Merino», hay varias realidades que me permitirían describirle pese a los pocos años que estuve a su lado.

LA ALEGRÍA COMO NORMA DE VIDA. Jesús era alguien alegre, tenía ese don. Desde que se despertaba hasta que se acostaba, ya hiciera calor o frío, Jesús estaba alegre. Era una alegría profunda que brotaba de una mirada agradecida a todo y a todos los que le rodeaban. Su risa era contagiosa y sus bromas constantes. Pillo y sagaz unas veces, socarrón otras y rebosante en sus formas. Llenaba la comunidad de buen humor y, aunque eso parezca menor, creo que él sabía perfectamente que, lo contrario, era la muerte anunciada de cualquiera proyecto comunitario. Una comunidad que no ríe junta no es comunidad. Y eso él lo sabía.

ESCOLAPIO HASTA LA MÉDULA. Ese don de la alegría bebía con fuerza de su vocación religiosa escolapia. Le encantaba contar cómo de jovencito moldeó y descubrió su vocación entre los muros de su colegio de Santander. Una niñez enfermiza no hizo más que ir acrecentando su amor por Jesús de Nazaret y por Calasanz, hasta que se decidió a dar el paso. Y hasta hoy. Jesús no dejó de ser escolapio ni un sólo día, estoy seguro. No dejó de serlo en estos 6 años, jubilado y sin gran actividad, con achaques, con pandemia… ¿¡Cómo iba a dejar de serlo antes, rodeado de niños, de pobreza y de hermanos en la misión!? Imposible. Tal vez, el secreto de Jesús para ser un buen escolapio, y de paso un buen cristiano, es haberse creído aquellas palabras del Señor: «Os aseguro que si no cambiáis y os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3). Jesús supo ser niño hasta el final de su vida en la Tierra, por lo que tiene el Paraíso garantizado. Nada más aterrizar en Salamanca, y casi sin conocernos, su primera medida como rector fue llevarnos al circo… Y siendo niño, fue escolapio. Verle era, sin duda, la mejor campaña de pastoral vocacional que uno podía imaginar. Nunca una crítica. Nunca un desdén. Nunca una queja. Sólo buenos recuerdos de toda su trayectoria. Nombres, alumnos, experiencias, lugares… llenos ahora de su fragancia.

CONTAR HISTORIAS, TEJER RELATOS. Contar historias. Esa era su manera, al estilo de Jesús de Nazaret (tocayo de altura), de transmitir sus sentimientos, sus ideas y sus reflexiones. Contaba historias en las reuniones de comunidad, en las comidas, incluso en las mismas Eucaristías. Sus homilías eran pequeñas (a veces grandes) parábolas en las que solía trasladarse a su Santander natal, a su querido Villacarriedo o a su amada África. Disfrutaba contando y poniendo palabra a los recuerdos que, en su aniñada vejez, le ayudaban a seguir siendo un escolapio de los pies a la cabeza. Hacernos partícipes de sus historias nos permitió conocerle, quererle y disfrutarle, a él y a las personas que iban apareciendo en sus relatos. Jesús supo encontrar también a Dios en su historia y a mirar atrás con satisfacción y en profunda acción de gracias por lo vivido. Ese legado ya es de todos los que pudimos poner la oreja a su lado.

LA TIERRA, LAS RAÍCES QUE ALIMENTAN. ¡Ay Cantabria! ¡Ay su Santander querida! ¡Ay su Villacarriedo adorado! Cómo amaba Jesús su tierra… ¡Consiguió hacernos a todos un poquito cántabros de adopción! Fue un placer poder disfrutar con él de un viaje comunitario a su tierra, en primavera de 2019. Murió siendo un gran embajador de su terruña. Una tierra que no era sólo espacio, mar, campo… sino también personas. Posiblemente nunca escuché a nadie hablar de su niñez como a Jesús. Hablaba de sus «papis» como un infante todavía juguetón. Hablaba de su casa, del restaurante de su familia, del lugar donde hacía los deberes, de los días solo sin poder ir al cole por estar malito… Sus raíces eran poderosas, por eso pudo crecer tanto y sin miedo. Había conocido el amor desde bien temprano y desde ahí lo fundamentó todo. Pero no echó raíces sólo en Cantabria. También en Colombia y en los diferentes lugares a los que fue enviado como escolapios. Pero ninguno como África. Si mis hijos tuvieran que decir dónde vivió Jesús su vida, estoy seguro que responderían: «subido a un Land Rover, en la carretera de Akurenam a Bata«. África, su amor de madurez. África, su paraíso en la tierra. África, el mayor de sus desvelos. África, el cariño de sus gentes. África, la dureza y la pobreza de un mundo injusto. África, allí donde querría haber vuelto.

UN CIENTÍFICO DE DIOS. Biólogo, físico, químico, carpintero, chapista, naturista… Sus conversaciones con el P. Luis de naturaleza llenaban las comidas y las cenas comunitarias. Amaba la ciencia y sabía transmitir a Dios entre tubos de ensayo, óxidos de cobre, insectos y experimentos. Su afamado método para encontrar agua en el subsuelo era la delicia de grandes y pequeños. Y su labor como taxidermista era también impresionante. Los laboratorios de varios de nuestros coles están llenos de animales disecados y preparados por unas manos diestras y llenas de calasancia paciencia. Su amor por todo bicho viviente era reflejo del amor por su Creador y de su espíritu abierto a la continua sorpresa que encierra nuestra madre Naturaleza. Una de sus ilusiones era ir al quiosco cada quincena a recoger el fascículo y el animal de una colección de insectos que le regaló a mi pequeño Juan. Se fue dejando a medias una máquina de escribir centenaria, de mi abuelo, que estaba reparando. Así se quedará.

REFLEJO DEL ABBÁ DE JESÚS DE NAZARET. Jesús era una persona de fe. Siempre insistía en ello. «Más fe», «más fe» para la comunidad, siempre pedía. Una fe sólida, apegada a la tierra, sencilla, infantil. La fe de un niño en su papaíto. Abandonado en Él vivía. Y con confianza en Él se fue. Un creyente, una buena persona, un buen sacerdote. Tal vez no hay más. Sin adornos ni grandes demostraciones, Jesús fue una persona que supo acoger la salvación, el amor entregado, y devolverlo. Hizo de los pobres y de los más necesitados el eje de su vida. Y vivió consecuente con ello.

Atrevido boceto el que te acabo de hacer, Jesús. Incompleto, seguro. Subjetivo y sesgado. No puede ser de otra manera. Te echaré mucho de menos, lo sabes. Te llevas demasiado y nos dejas un poquito más huérfanos de Calasanz. No quisiste que Gabino se hiciera con la suya hasta en esto. ¡Vaya par de liantes! ¡La que estaréis montando ahí arriba! Disfrutad mucho y preparadlo todo para cuando nos volvamos a ver. Un poquito de pan y unos riojanitos se agradecerán después de un último viaje. Besos a tus queridos «papis» y háblale bien de nosotros al Empresario Mayor. Seguro que tú consigues que nos mire con más condescendencia…

Te quiero Jesús. Hasta pronto.