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Mal y bien. Un mix que no interesa.

¿Hay malos y buenos? ¡No me digas! Pues sí. Y seguramente lo malo y lo bueno conviven dentro de cada uno de nosotros. Sí, existe el mal y el bien. Y aunque parezca obvio, el mal no debería interesarnos y deberíamos hacer por quedarnos sólo con el bien, con lo bueno.

Cuando yo me arrodillo o me siento delante del confesor, lo que vengo a hacer es un ejercicio de ponerme delante de Dios y pedirle: «Señor, separa lo malo del bueno. Esto es lo malo que tengo, el pecado que vive en mí, y quiero quitármelo de encima. Me pesa». ¡Qué bien me sienta acudir al sacramento de la Reconciliación! Separar, exponer, presentar… lo que no sirve.

Pero más allá de mí, también me encuentro eso en la vida: personas, situaciones, páginas web, películas, lecturas, políticas… No todo es bueno. No todo nos hace bien. No todo entra en el saco de lo deseable para mí, para todos. Y hay que hacer este ejercicio de discernimiento para separar, para deshechar, para descartar. Cuanto menos nos acerquemos a lo malo, fruto del mal, y más de lo bueno tengamos… más cerca de Dios estaremos, más felices seremos y más felices haremos a los demás.

Esta es la tarea: discernir y luego actuar, sin piedad. Con el mal, no debe haber contemplaciones, equidistancias y medias tintas.

Así sea.

Sólo se poda lo que se cuida. Sólo se poda lo que se ama.

No sé mucho de jardinería, ni de plantas, ni de árboles, ni de tierras, ni de abonos, ni de riegos. Pero el pueblo al que Jesús hablaba en aquellos días sí sabía algo, igual que sabía de mar y pesca. Así que no es extraño que Jesús use la imagen de la vid, del sarmiento… y de la poda.

Estamos llamados a dar fruto. No nos engañemos. Dar fruto no es mérito nuestro, igual que no es el sarmiendo el sujeto activo de su «dar fruto». El fruto proviene de la unión indisoluble del sarmiento con la propia vid, tarea a la que sí estamos llamados. Es la vid la que alimenta a sus sarmientos. Si hay unión, habrá fruto. Si uno vive unido a Dios y alimenta su vida espiritual con la Palabra, los sacramentos, la comunidad, la caridad… da fruto. Si no hay fruto es que esa relación está rota, no existe o es muy, muy débil…

Pero viene la segunda parte: la poda. «A todo el que da fruto, lo poda»… Podar no es arrancar. Los que saben de jardinería lo saben. La acción de podar busca la salud y el crecimiento de la planta, del árbol. Es algo necesario. Es parte de los «cuidados». Pero la poda no es una caricia, no es un mimito. Podar es cortar. Así, como el sarmiento, a mí también se me poda. ¡Cuántas veces me quejo de esta poda! ¡Cuántas veces no le encuentro sentido! ¡Cuántas veces veo la poda como un golpe de Dios, como una ausencia, un silencio, un zarpazo divino… en lugar de como una atención insustituible!

Me quedo hoy con esa palabra en el corazón para rumiarla tranquilamente: la poda. Como padre no me es desconocida… como hijo, me cuesta más.

Así sea.

El escándalo de la Magdalena… o la gracia de serlo

Hoy celebramos Santa María Magdalena. Leo el Evangelio y recuerdo algo que damos por hecho de manera tan natural: María Magdalena fue la primera en ver a Jesús Resucitado. Así como María, la Virgen, fue la elegida para traer al mundo a Jesús, otra María, la Magdalena, fue la elegida para encontrarse con un Jesús ya vencedor ante el Mal y la Muerte. No seamos hipócritas: esto hoy lo calificaríamos como un escándalo.

Magdalena era una puta, vamos a hablar sin tapujos. Pero vamos también a decirlo claramente: María Magdalena había dejado de serlo. Se había arrepentido. Su encuentro con el Señor, en un momento de su vida, le provoca un cambio interior que la transforma y la lleva a amar profundamente. El saberse amada y perdonada cambia su vida. Y eso la convierte en candidata definitiva en encontrarse con el Resucitado: su amor apasionado, su necesidad del Señor, su temor de Dios.

Me cuesta aceptar, en el fondo, esta realidad. Yo, que me considero mejor cristiano, mejor seguidor, mejor… que otros… me cuesta aceptar que un pecador cualquiera pueda pasarme por delante. Eso me dura hasta que me doy cuenta que yo también soy la Magdalena y eso me llena de esperanza. El Señor me sale al paso. Si me dejo, Él transformará mi corazón. Da igual lo que haya sido y el mal que haya hecho. Si hay arrepentiento verdadero, si me dejo perdonar, si el Señor cambia mi alma… también estaré en primera fila.

Así sea.

Niños y profetas (Lucas 1, 57-66. 80)

Recuerdo perfectamente la decisión de buscar a nuestro tercer hijo. Yo no quería que el «no» o el «sí» fueran una decisión «por defecto», una decisión no tomada por nosotros y sí por el tiempo que pasaba… Esther y yo queríamos decidirlo en conciencia, en oración… Y decidimos que sí. Esther se quedó embarazada a finales de enero y a finales de noviembre nacía Juan.

ScreenShot546Su nombre dice mucho de lo que para nosotros significó su nacimiento: un signo profético en unos tiempos oscuros, llenos de incertidumbre, de miedos, de inseguridades… Era una apuesta por la vida, por Dios, por la fuerza de una familia que se quiere, por el amor.

Como padre, he pensado muchas veces en la vocación de mis tres hijos y reconozco que me preocupa el no saber cómo ayudarles a descubrirla. Por otro lado, confío en que el Padre lo hará mejor que nosotros… Y es que estoy convencido, como dice la Palabra hoy, que tanto Álvaro, como Inés, como Juan, han sido concebidos y llamados a algo concreto, particular y único. Ninguno lo sabemos a día de hoy pero esa llamada debe ir cobrando forma, sólo tenemos que cuidarla.  El Señor nos conoce desde antes de ser concebidos. Como decíamos a veces en los retiros espirituales: somos soñados por Dios antes de ser concebidos. Y esa idea es preciosa. Miro a mis tres hijos y veo en ellos a tres seres distintos, unidos en su amor de hermanos y vinculados a una familia que les quiere pero… distintos. Únicos. Maravillosos en su singularidad. Y veo la clara huella de Dios en cada uno de ellos. Veo a Dios en su ternura, en su sensibilidad, en su capacidad de detectar las necesidades ajenas, en su fortaleza, en su corazón limpio.

Yo rezo por ellos. Por su vocación. Por la fidelidad a su llamada. No sé todavía quiénes van a ser mis hijos. Por lo de pronto, nos hacen mejores a su madre y a mi, a sus hermanos, a su familia, a sus compañeros. Ya es bastante.

Un abrazo fraterno