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Cuando el corazón se encoge (Ez 1,2-5.24–2,1a)

El relato del profeta Ezequiel parece lejano pero narra una experiencia a la que todos estamos expuestas en nuestra vida: la experiencia de encuentro con el Misterio.

Ciertamente, la persona del Hijo, Jesucristo, encarnado, dios y hombre verdadero, nos ayuda a sentir la presencia de Dios cercana, a «tocarla», «verla» y «entenderla». Pero tal vez corremos el riesgo de olvidarnos del Misterio de Dios y de lo que es Dios en sí mismo para cada uno de nosotros. Y es que mi relación con Dios es en buena parte relación con el Misterio y eso, en este mundo científico, tecnológico y racionalista, no es fácil y constituye una barrera en la fe de mucha gente.

Encontrarnos con el Misterio es encontrarnos con un Otro que sobrecoge, que es difícil de explicar y de razonar. Por eso, tantas veces, es difícil que nuestras experiencias de Dios sean «razonables» a ojos de personas que no han tenido esa experiencia. Encontrarnos con el Misterio provoca asombro y nos hace tomar conciencia de que somos criaturas, de que hemos sido creados por Él y estamos en sus manos. Encontrarnos con el Misterio proporciona paz y gozo en el corazón, sea cual sea la misión que se nos propone, su dificultad. De repente todo cobra sentido y una luz se enciende fuerte en nuestro corazón. Y uno no puede hacer otra cosa que seguirle…

Esa ha sido la experiencia de los profetas y de todos aquellos que, un día, hemos sentido que ese Misterio se hacía patente en nuestra vida. Unos le llaman intuición, otros revelación, otros Palabra, otros oración… Unos lo explican de una manera y otros de otra, a veces con una seguridad que asusta y, otras, balbuceando y llenos de dudas. Y así el amor se va abriendo paso…

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Menos reuniones y más amor concreto (Sal 49)

Necesitamos profetas. Necesitamos que nos hablen, que nos digan, que denuncien, que destapen nuestros pecados, que pongan a la luz nuestras incoherencias. Nosotros, cristianos, seguidores de Jesús Resucitado, ¿vivimos como tales? ¿Somos reconocibles por nuestro amor? ¿O seguimos siendo sólo palabra y poco acto?

El salmo de hoy, unido a la palabra del profeta Amós, viene a traer una advertencia de Dios que debemos actualizar. Tal vez hoy, aquellos que le seguimos y creemos en Él, ya no quemamos cabritos ni ofrecemos tórtolas en los templos (aunque quedan todavía ciertamente costumbres religiosas que pretenden «comprar» el favor de Dios), pero hacemos otras cosas con las que intentamos acaparar el protagonismo de nuestra propia salvación y calmar, además, nuestras conciencias. Yo el primero.

Llenamos nuestras agendas de reuniones, programamos mil proyectos, descuidamos nuestras casas y nuestras familias, nos volcamos en planes, actividades pastorales, etc. para luego tener, en muchos casos, una nula incidencia social, donde nuestro amor no es germen de justicia social. Seguimos mirando de reojo muchas veces a los pobres, no nos atrevemos a cuestionar las estructuras, nos alejamos de la vida política como si no fuera con nosotros, vivimos acomodados, en sobreabundancia, mientras hermanos nuestros viven en la necesidad. Nuestras familias muchas veces están en disputa, nuestras comunidades son tantas veces lugar de murmuración y crítica… Nos sacrificamos a nosotros mismos pero sin que esto sea reflejo de un amor concreto por el prójimo concreto.

«Buscad el bien y no el mal, y viviréis» dice el profeta. Hoy diría «dejad de reuniros tanto y salid ahí afuera a entregar vuestra vida para que no haya ya pobre ni anciano ni viuda ni enfermo ni joven desorientado que desconozca lo que es el amor de Dios en sus vidas».

Un abrazo fraterno – @scasanovam