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María, la alegre dolorosa

En la Eucaristía de hoy, el sacerdote, en su homilía, incidía en cómo al hablar de María siempre resaltábamos más la alabanza, la admiración, el hecho de haber sido elegida, su respuesta, su disponibilidad… pero pocas veces nos sentamos a meditar sobre el sufrimiento de su vida, no sólo al pie de la Cruz.

María es una madre que sufre desde el primer momento de su SÍ. Es la dolorosa desde que no duda y acepta ser la Madre del Señor. El sufrimiento que le comporta estar embarazada sin estar ya viviendo con José, el sufrimiento del hijo que se pierde, el sufrimiento de quedarse sola sin su esposo, el sufrimiento de la marcha del hijo, el sufrimiento del prendimiento, del calvario, de la muerte…

Pero es verdad que María nos enseña cómo llevar ese dolor y cómo ponerlo en manos del Señor, confiando plenamente en Él. Su confianza, su disponibilidad, su fidelidad… le proporcionan, a su vez, una alegría contagiosa, difícil de alcanzar en medio de lo terrible cuando sólo existe la oscuridad. María no es una dolorosa a oscuras. María es una antorcha refulgente en medio de la noche. Mirémosla, hablémosle y pidamos para nosotros seguir sus pasos.

Un abrazo fraterno

Bájame del pedestal, Señor, que no te veo

¿Qué soy y qué le enseño a los demás? ¿Qué pienso y luego qué soy capaz de decir? ¿Qué creo y qué expreso públicamente? ¿Qué siento y qué escondo? La pregunta es… lo que Dios y yo sabemos de mí mismo… ¿es lo que muestro a los demás?

Siempre me ha parecido uno de los pasajes más duros del Evangelio, éste de los sepulcros blanqueados; de los más duros y, a la vez, de los más claros. Aquí no hay que ser perito teológico para entender lo que Jesús denuncia con enfado. Un pasaje que nos muestra, además, la salud emocional de un Jesús que reacciona enfadado ante la actitud demoledora con los más pequeños y pobres de aquellos que se presentaban como «luz» y «sabiduría». Es el enfado que provoca ante Dios el arrogante, el soberbio, el creído, el que se cree que son sus méritos los que le salvan.

Si contemplo el Evangelio yo quiero ser el pequeño y humilde que nada tiene de lo que gloriarse. El pequeño que necesita de Jesús, que necesita acudir a Él, escucharle, tocarle el manto… En cambio me reconozco entre aquellos engreidos que, a veces, enfadan al Señor con su «crecida», desde su «pedestal». Me reconozco así en mi familia, en mi comunidad, en el entorno…

Señor, no quiero enfadarte. Señor, no quiero ser sepulcro blanqueado. Señor, no quiero creer que soy más, que sé más, que valgo más… que otros, sencillos, pequeños, humildes. Yo quiero ser de esos, Señor; yo quiero necesitarte.

Un abrazo fraterno

Ni Batman ni el joven rico… ¿Qué es tu familia y qué haces con ella?

Viajo en el AVE y apuesto, pese a la hora temprana, por leer y pensar en lugar de por ver la película del día, que es hoy «Batman». ¡Qué necesidad volvemos a tener de superhéroes! Se nota que el mundo va regular y que las personas necesitamos creer que hay personas buenas y fuertes capaces de quitarnos a todos la capa de tiniebla que nos cubre… Oportunidad para el Evangelio, sin duda…

Me encuentro en la oración de la mañana con el fragmento del joven rico y, influido por la lectura que tengo entre manos, me da por pensar cómo las familias podemos, como el joven, contentarnos con cumplir pero ser incapaces de dejarlo todo y seguirLE.

Parece que una pareja de esposos, con o sin hijos, una familia, sólo puede mirar ya hacia adentro de sus muros familiares el resto de su existencia. Han encontrado una vocación, en el mejor de los casos, han optado por ella y GAME OVER, a esperar ya el final de los tiempos esperando que haya suerte con los hijos, que el matrimonio capee las dificultades y que podamos disfrutar de una merecida jubilación, también en el ámbito de la fe. Le presentamos al Señor nuestras credenciales, convencidos que ya nada más nos puede pedir. Pero… ¿Y si nos llama a vender lo que tenemos, dárselo a los pobres y seguirle? ¿O esto no se le puede pedir a una familia?

Una familia es igual de rica que el joven, con una casa, un lugar, unas relaciones, unos trabajos, unas seguridades… Todo son cosas por las que dar gracias a Dios, costosas de conseguir… ¿Dejarlo? ¿Empezar de nuevo? ¿Y el futuro? ¿Y los niños? ¿Y si sale mal? 

El joven rico se volvió, entristecido e incapaz. El mundo no puede permitirse familias tristes e incapaces… sino ¡todo lo contrario! El mundo necesita de la alegre y contagiosa frescura de un corazón familiar libre, de un proyecto de amor común abierto, peregrino, inacabado y entregado.

El matrimonio, una vocación casi abandonada que urge cuidar

Más allá de divorcios, rupturas y separaciones, que ya están bastante en la actualidad últimamente, me quedo con una de las últimas frases del Evangelio de hoy, una frase que nos lanza una pregunta: ¿Soy llamado al matrimonio? ¿Se me ha concedido ese don?

Es frecuente comprobar cómo el discernimiento a la vida sacerdotal o a la vida religiosa es un proceso arduo, duro, que dura varios años y que tiene un proceso definido de inserción y conocimiento progresivo que, al final, te conduce a una decisión con criterio (aunque puede ser equivocada también). ¿Qué pasa con la vida matrimonial? ¿Hay discernimiento? ¿Hay proceso? ¿Quién los acompaña? ¿Qué hitos tiene, qué de inserción y conocimiento progresivos?

El matrimonio, supongo que como todo aquello a lo que nos llama el Señor, es un camino lleno de bendiciones en el que uno se encuentra con la cruz irremediablemente. Es un camino duro y difícil de construir y hacer crecer, y a la vez lleno de alegrías, satisfacciones… ¿Sabemos a lo que estamos optando? ¿Estamos llamados a ello? ¿Cuántos se habrán casado sin haber pensado todo esto?

La Iglesia debe despertar y ser autocrítica en este aspecto del cuidado a la vocación matrimonial. Se ha cuidado con mimo y tesón la vocación sacerdotal y religiosa, se le ha conferido una importancia mayor y, con los hechos, se ha transmitido la idea de que es una vocación superior. Los casados… no necesitamos nada. Eso sí… LUEGO CAEN SOBRE NOSOTROS TODAS LAS DESGRACIAS COMO SALGA MAL LA COSA.

Urge, Padre, tomar decisiones, dar luz, ser valiente, SER AUDACES.

Así sea.

Dios condona las deudas… ¡ven a Él!

Dios condona las deudas.

Tras leer el Evangelio de hoy, podemos afirmar que en la UE, en EEUU, en el FMI, etc. a Dios se le ha metido en un cajón. Lo curioso es que las personas de pie todavía no hayan descubierto al mejor de los acreedores, a aquel que no pone intereses, que no buscar lucrarse, a aquel que da sin pedir nada cambio más que amor y fidelidad…

Dios perdona mi deuda y mi pecado. llevo experimentándolo conscientemente desde que acudí por primera vez al sacramento de la Reconciliación, el sacramento de la sonrisa. Una sonrisa que me brota siempre como consecuencia del abrazo de un Padre que me escucha, que me conoce, que me ama incondicionalmente pese a todo eso que no es en mi vida como a Él le gustaría. Él es un Padre que sabe el sufrimiento que cargo con mi pecado, el sufrimiento que le supone al mundo el mal acumulado…

Ser perdonado, acogido, reconstruido, rehecho, curado y sanado… es una de las claves de mi fe. ¿Qué sería sin el perdón de Dios? ¿Qué sería sin el perdón de los demás? ¿Qué sería de mí?

Así sea.

Versos sueltos al niño que me habita

Niño que me habitas,
sal.
Háblame de lo que te gusta,
ven a mi cama al despertar,
canta,
no me dejes.

Niño que me sueñas,
el que fui,
regresa del cajón de lo inservible,
ocupa el centro de mi universo,
juega,
no te vayas.

Niño que ves a Dios,
cuéntame,
háblame de su barba,
del bastón en el que se apoya,
de las arrugas tiernas de su mirada.
Niño que hablas con Él,
cuéntale,
háblale de mis miedos,
de las oscuras noches adultas,
de mi corazón en carne viva.

Niño.
Tú.
Yo.

Hay días en los que cuesta entenderte, Padre

Tremendamente complicado se me hace hoy rezar con las lecturas del día. Hay días que, bien porque la Palabra se hace más árida, bien porque uno no está igual de «sintonizado», se hace más complicado entender lo que el Padre nos quiere decir.

Hay días que amanecen grises. Hoy es uno de ellos. Así que lo único que puedo ofrecer es mi silencio, mi presencia humilde y mi decisión de ponerme en manos del Señor aún cuando no entiendo demasiado.

Así sea.

Dudas, tinieblas y noche oscura del alma

Dudas. No sé los demás pero a mí me acechan muchas veces y detecto que sigo creyendo porque la cabeza sigue apostando por la fe y porque, seguro, el Señor no me deja de su mano.

La ausencia de dudas no es signo de querer más al Señor. Posiblemente, nadie lo quería más que Pedro y fue él el que se hundía en el agua al temblar su fe y fue él quién lo traicionó en el último día.

A mí, últimamente, me acechan al contemplar determinadas circunstancias que no entiendo cómo son permitidas. gente mala que se sale con la suya, gente buena que no sale adelante… Incomprensible. ¿Y si todo esto de Dios fuera una patraña? ¿Y si realmente no existiera? ¿Qué decir cuando lo que sucede no cuadra con su Palabra?

Por eso, hoy, digo lo mismo que Pedro que, asustado por saberse solo en la barca, intenta salir a por el Señor aunque lo percibiera todavía como una sombra en la noche: «Señor, sálvame». Sólo Él puede sostenernos y permitirnos caminar sobre las aguas en medio de la noche más oscura.

Así sea.

El cansancio de los elegidos por Dios

Me está encantado la lectura veraniega que cada día nos presenta el AT. Una vez más compruebo que, lejos de ser palabras caducas y vacías, la historia de Moisés y el pueblo de Israel es la historia de cada uno de nosotros, de la humanidad.

Moisés también siente, padece, no entiende y se cansa de ser el elegido, el pastor, el liberador. Creo que todos hemos experimentado sentimientos parecidos en nuestra labor evangelizadora. Es algo que llega. Es el desierto particular de todo aquel que sale a la misión y trata de acompañar a alguien hacia «la tierra prometida».

El sentimiento de Moisés es propio pero se expande en dos direcciones. La decepción y la tristeza al comprobar cómo el pueblo liberado no entiende absolutamente nada, cómo se queja incluso de haber sido liberado, cómo actúa injustamente contra él y contra Dios. Es terrible comprobar pese a cómo Dios cambia la vida de las personas, las rescata, las salva y obra el milagro cada día… las personas nos olvidamos rápido y sólo buscamos nuestra propia satisfacción. Por otro lado, Moisés se dirige a Dios tremendamente airado y enfadado. Él, que ha dicho sí y ha decidido dar la vida por ponerse al servicio de Dios, por volver a Egipto, por abandonar su cómoda vida, por jugarse la vida, por acompañar y conducir a todas esas personas… se ve frustrado, solo, abandonado por Aquel que le ha enviado.

El Evangelio nos presenta la versión actualizada. Unos discípulos desbordados y agobiados antes una muchedumbre hambrienta con la que no saben qué hacer… y un Jesús que se hace presente pero que deja a sus amigos la labor de dar de comer.

Hoy, Señor, te ofrezco también mi cansancio en la misión, en tu tarea, mi incomprensión y mi falta de entendimiento tantas veces… Acógelo, acompáñame y dame tu bendición para que todos queden saciados.

Así sea.

El don de admirar lo cercano y conocido

¿Por qué nos admiramos menos de lo cercano y conocido que de lo que encontramos «fuera»? ¿Por qué a veces encontramos «encantos» en otras mujeres más que en la nuestra? ¿Por qué siempre pensamos que el profesor que no nos da clase es más guay que el nuestro? ¿Por qué pensamos que en otras empresas se vive mejor que en la nuestra? ¿Por qué vemos Españoles por el Mundo y pensamos que se vive mejor en cualquier rincón del mundo que en cualquier rincón de España? ¿Por qué pensamos que los padres de nuestros amigos son mejores padres que los nuestros? ¿Por qué siempre vemos lo bueno que se hace en otras parroquias, en otros movimientos… y pensamos que lo nuestro tiene tanto que mejorar? ¿POR QUÉ ESA MIRADA TAN EXIGENTE HACIA LO QUE CONOCEMOS?

Es esa exigencia hacia lo conocido lo que priva del milagro, de lo sensacional, de lo inesperado. Es nuestra etiqueta, nuestro «ya sé lo que vas a decir», «ya sé cómo va a salir», «ya sé lo que vas a hacer»… lo que elimina toda posibilidad de sorpresa. Dice el refrán que «el roce hace el cariño» pero ¿no mata también la admiración? Jesús supo lo que era eso de no ser profeta en su tierra… Ya tenía la etiqueta puesta…

Yo hoy quiero pedirle al Señor la capacidad de no perder la admiración por mi esposa, por mis hijos, por mis padres, por mis compañeros de trabajo, por la Escuela Pía, por mis hermanos de comunidad… por todo aquello que amo, que conozco, y a los que, tantas veces, les extirpo la posibilidad de que el Espíritu haga milagros a través de ellos.

Así sea.