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Sólo se poda lo que se cuida. Sólo se poda lo que se ama.

No sé mucho de jardinería, ni de plantas, ni de árboles, ni de tierras, ni de abonos, ni de riegos. Pero el pueblo al que Jesús hablaba en aquellos días sí sabía algo, igual que sabía de mar y pesca. Así que no es extraño que Jesús use la imagen de la vid, del sarmiento… y de la poda.

Estamos llamados a dar fruto. No nos engañemos. Dar fruto no es mérito nuestro, igual que no es el sarmiendo el sujeto activo de su «dar fruto». El fruto proviene de la unión indisoluble del sarmiento con la propia vid, tarea a la que sí estamos llamados. Es la vid la que alimenta a sus sarmientos. Si hay unión, habrá fruto. Si uno vive unido a Dios y alimenta su vida espiritual con la Palabra, los sacramentos, la comunidad, la caridad… da fruto. Si no hay fruto es que esa relación está rota, no existe o es muy, muy débil…

Pero viene la segunda parte: la poda. «A todo el que da fruto, lo poda»… Podar no es arrancar. Los que saben de jardinería lo saben. La acción de podar busca la salud y el crecimiento de la planta, del árbol. Es algo necesario. Es parte de los «cuidados». Pero la poda no es una caricia, no es un mimito. Podar es cortar. Así, como el sarmiento, a mí también se me poda. ¡Cuántas veces me quejo de esta poda! ¡Cuántas veces no le encuentro sentido! ¡Cuántas veces veo la poda como un golpe de Dios, como una ausencia, un silencio, un zarpazo divino… en lugar de como una atención insustituible!

Me quedo hoy con esa palabra en el corazón para rumiarla tranquilamente: la poda. Como padre no me es desconocida… como hijo, me cuesta más.

Así sea.