Una historia de Adviento: Capítulo 2

El atasco era el de costumbre. Es parte del paisaje urbano matutino de la ciudad. Coches y coches poblados de autómatas sufrientes, de adormecidos trabajadores, de agotadas almas sin humor. El trayecto es feo, horrible, desapacible, tenso, cargante… aunque nadie quiera reconocerlo de verdad. Porque todos se quejan pero si siguen pudiendo con él es, o porque no lo sufren tanto o, y ésto es lo peor, porque han decidido anestesiarse. Un anestesiado puede con todo y se cree que al no sentir el dolor no existe la herida. Y ése es su consuelo, su engaño, su muerte.

Carlos es uno más. Ése es su pecado. Ése es su cáncer. Ha perdido hace tiempo su elegancia. La elegancia de la autenticidad, de la exclusividad. Carlos hace tiempo que ha dejado se saberse único, de sentirse distinto. Aunque, bien pensado, ¿quién en sus cabales puede sentirse especial en medio de esos 10 kilómetros de serpentina metalizada?

«Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas» grita el profeta. Nadie le oye. Todos van ensimismados escuchando las noticias de primera hora del día. Malas noticias. Terribles noticias. Trágicas noticias en general. Pero el adormecimiento general no se percata de ello. Las noticias son parte de la rutina, no de la realidad. Las noticias son parte del rito del albor del día. Sin noticias sólo existe la nada. Sin actualidad el mundo se para. Sin telediarios llega el fin de lo conocido. Todos quieren saber qué pasa en el mundo pero no para preocuparse y luchar por cambiarlo sino para quedarse tranquilo al comprobar que, un día más, la patera no llega a su playa, la bomba no ha sido en su barrio, el banco en quiebra no ha sido el suyo y el golpe de estado no ha sido aquí. Carlos también lleva las noticias puestas pero desconecta los oídos cuando divisa algo hermoso. Porque cuatro rascacielos pintados de rojos, naranjas y ocres en su parte más alta son algo hermoso. Y Carlos piensa lo maravilloso que debe de ser ver nacer el día desde una de las ventanas de los pisos altos de cualquiera de esas torres. Y por un momento siente en su piel la caricia imaginaria del sol y el suave calor que, sin quemar, calienta. Y se descubre sintiendo aquello que anhela. ¡Sintiéndolo de verdad! Es un calor que sólo llega cuando uno está ahí arriba. ¡Cuánto han tenido que crecer esas torres para poder besarse con el sol cada mañana!

Carlos ha cambiado de dial. Prefiere la música del momento. Ya queda poco trayecto y piensa que el desayuno no ha terminado de sentarle bien. «Desayuné demasiado rápido» se dice aunque él sabe que lo que siente en el estómago nada tiene que ver con su desayuno.

Continuará…

rascacielos

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