… y brotó agua (Nm 20, 1-13)

Brotó agua de la roca. En el desierto. Ahí es donde Dios se manifiesta. Y lo que me sugiere hoy esta imagen tiene mucho que ver con lo que soy. Porque parte de mi es roca. Porque parte de mi está deambulando todavía por el desierto sin saber muy bien adónde dirigirse. Y ahí Dios se manifiesta. Dios genera vida con lo poco que yo pongo encima de la mesa. Dios hace brotar agua de mi, por mucha roca y por mucha arena que haya. ¡Esto es magnífico! ¿O no?

Realmente tengo que reconocer que se me polen los pelos de punta si me paro a pensar en lo poco que soy y en lo poco que puedo y lo mucho que hace Dios a través de mi. De mi agua bebe mi mujer y se sacian mis hijos. De mi agua se refrescan mis hermanos de comunidad. Con mi agua aguantan mejor el calor compañeros de trabajo, amigos, conocidos y aquel a quién sólo puedo sonreir o saludar. Eso es lo grande que hace Dios conmigo.

Ese agua que brota no es mía. Y no es mío el poder de hacerla brotar en los peores momentos. Pese a mi desconcierto, pese a mis enredos, pese a mis fracasos, pese a mis insatisfacciones, pese a mis inseguridades, pese a mis fachadas y caretas, pese a mis heridas… ¡pese a todo eso!… ¡El agua brota! ¡Qué grande y bueno eres Padre! Que no cese ese agua de brotar, que no cese de regar, de alimentar, de generar vida, de calmar sed, de humedecer sequedades, de aliviar del calor… ¡Que siga brotando agua!

Un abrazo fraterno

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