La Ley sirve para amar mejor, no para cumplir mejor

Algo no hago bien o de algo no me he enterado cuando sigo viviendo parte de la Ley del Señor como una carga y no como un «descanso», como me dice hoy el Salmo. La Ley debería «alegrar el corazón» y si no es así, tal vez, es que no acabo de vivirla en plenitud, como nos planteó Jesús: desde el amor.

La Ley es un peso terrible cuando se vive simplemente como precepto, como «orden», como mandato, sin amor. Es una losa. Así se ha transmitido muchas veces. Puedo decir que así se me ha enseñado muchas veces.

Es verdad que cuando muchos matices los he comenzado a vivir desde el amor, la cosa ha cambiado. La mirada es otra y la manera de vivir, distinta. El foco no se pone en la letra de la Ley sino en el prójimo, en uno mismo y en Dios. No se trata de hacer esto o lo otro porque así se me manda sino de hacerlo porque amo. Si lo hacemos así, podremos recitar el Salmo 18  con ternura y convencimiento. Queda mucho por hacer y mucho por testimoniar lo felices que nos hace cumplir la voluntad de Dios.

Así sea.

Sólo se poda lo que se cuida. Sólo se poda lo que se ama.

No sé mucho de jardinería, ni de plantas, ni de árboles, ni de tierras, ni de abonos, ni de riegos. Pero el pueblo al que Jesús hablaba en aquellos días sí sabía algo, igual que sabía de mar y pesca. Así que no es extraño que Jesús use la imagen de la vid, del sarmiento… y de la poda.

Estamos llamados a dar fruto. No nos engañemos. Dar fruto no es mérito nuestro, igual que no es el sarmiendo el sujeto activo de su «dar fruto». El fruto proviene de la unión indisoluble del sarmiento con la propia vid, tarea a la que sí estamos llamados. Es la vid la que alimenta a sus sarmientos. Si hay unión, habrá fruto. Si uno vive unido a Dios y alimenta su vida espiritual con la Palabra, los sacramentos, la comunidad, la caridad… da fruto. Si no hay fruto es que esa relación está rota, no existe o es muy, muy débil…

Pero viene la segunda parte: la poda. «A todo el que da fruto, lo poda»… Podar no es arrancar. Los que saben de jardinería lo saben. La acción de podar busca la salud y el crecimiento de la planta, del árbol. Es algo necesario. Es parte de los «cuidados». Pero la poda no es una caricia, no es un mimito. Podar es cortar. Así, como el sarmiento, a mí también se me poda. ¡Cuántas veces me quejo de esta poda! ¡Cuántas veces no le encuentro sentido! ¡Cuántas veces veo la poda como un golpe de Dios, como una ausencia, un silencio, un zarpazo divino… en lugar de como una atención insustituible!

Me quedo hoy con esa palabra en el corazón para rumiarla tranquilamente: la poda. Como padre no me es desconocida… como hijo, me cuesta más.

Así sea.

El escándalo de la Magdalena… o la gracia de serlo

Hoy celebramos Santa María Magdalena. Leo el Evangelio y recuerdo algo que damos por hecho de manera tan natural: María Magdalena fue la primera en ver a Jesús Resucitado. Así como María, la Virgen, fue la elegida para traer al mundo a Jesús, otra María, la Magdalena, fue la elegida para encontrarse con un Jesús ya vencedor ante el Mal y la Muerte. No seamos hipócritas: esto hoy lo calificaríamos como un escándalo.

Magdalena era una puta, vamos a hablar sin tapujos. Pero vamos también a decirlo claramente: María Magdalena había dejado de serlo. Se había arrepentido. Su encuentro con el Señor, en un momento de su vida, le provoca un cambio interior que la transforma y la lleva a amar profundamente. El saberse amada y perdonada cambia su vida. Y eso la convierte en candidata definitiva en encontrarse con el Resucitado: su amor apasionado, su necesidad del Señor, su temor de Dios.

Me cuesta aceptar, en el fondo, esta realidad. Yo, que me considero mejor cristiano, mejor seguidor, mejor… que otros… me cuesta aceptar que un pecador cualquiera pueda pasarme por delante. Eso me dura hasta que me doy cuenta que yo también soy la Magdalena y eso me llena de esperanza. El Señor me sale al paso. Si me dejo, Él transformará mi corazón. Da igual lo que haya sido y el mal que haya hecho. Si hay arrepentiento verdadero, si me dejo perdonar, si el Señor cambia mi alma… también estaré en primera fila.

Así sea.

Cómo entender a Jesús y no morir en el intento

Esta pasada Semana Santa grabé una película que emitieron por Telecinco y que mi amiga Paula me había recomendado: María de Nazaret, con Alissa Jung en el papel de María y Paz Vega como Magdalena. Recomendada. Es la historia de María contada desde una mirada distinta, particular, tremendamente alegre. La figura de María cobra un nuevo sentido en muchos momentos y ayuda a adentrarse en su misterio.

Uno de los pasajes que sale en la película es este que nos encontramos en el Evangelio de hoy. El de hoy puede resultar, sin duda, un Evangelio desconcertante. Un Jesús que parece estar especialmente rudo y desagradable con su madre. La pregunta es inevitable: ¿Cómo Jesús puede ser tan desagradable y airado con su madre? ¿Cómo se sentiría la Virgen ante tal respuesta de su Hijo amado? La película nos muestra una escena en la que el desarrollo de los hechos es ligeramente distinto a lo que imaginamos.

María no llega aquí de nuevas. María conoce a su Hijo, sabe quién es y cuál es su misión. María ya ha pasado por la Anunciación, ya ha pasado por el compromiso y la boda con José, por la falta de entendimiento de su gente, por el nacimiento de su Jesús en un pobre pesebre y la visita de pastores y Magos. Esta es la María que ya perdió y encontró a su Hijo en el Templo tras tres días y la que lo vio marchar dispuesto a hacer lo que Dios le había encomendado. Esta María… no se cae del guindo; esta María ya había meditado y rumiado todo en su corazón. En la película se muestra a una María que entiende lo que su Hijo quiere decir y que se alegra con Él y con su Palabra. En la escena, ella es, posiblemente, la única que se entera

Entender al Señor no es sencillo muchas veces. A mí me resulta complicado comprender muchas cosas que el Señor consiente, muchas cosas que el Señor y su Iglesia dicen… la clave está en María y en su camino: el camino de la humildad, de la disponibilidad, de la aceptación, del amor a Jesús, de la meditación. Sin eso todo se hace muy complicado. Con eso… los misterios estarán mejor iluminados.

Así sea.

La lucha de los que optamos por nuestra libertad

El pasaje de hoy del libro del Éxodo es tremendamente sugerente. Cuenta no sólo la historia del pueblo de Israel, escapando de Egipto, sino la de cualquiera de nosotros que, intentando escapar de sus esclavitudes, se da cuenta que el camino está lleno de dificultades y espinas, algunas de ellas graves y serias. La apuesta por la libertad no es, parece, un camino de rosas.

Muchas veces tiendo a pensar que apostar por el Señor es tomar la decisión de querer ser libre, y feliz y salir en busca de ello. Pienso que eso debería bastarle al Señor… Optar. Pero leyendo la Palabra de hoy pienso que seguramente lo difícil viene después y que la prueba no se produce tanto al optar como después, donde se nos pide confiar.

La apuesta de la libertad y de la búsqueda de la tierra prometida es una apuesta que, tras la alegría del comienzo, está llena de sinsabores, tentaciones, desencantos… que hay que esperar y que habrá que dejar en manos de Dios. Yo he apostado recientemente por algo parecido a la salida de Egipto: acabo de dejar mi trabajo y, con mi familia, vamos a comenzar una nueva etapa en una ciudad distinta, con trabajos distintos, personas diferentes… Estoy feliz, igual que lo estaba el herido pueblo de Israel cuando, cantando, abandonaban la tierra del Faraón. Pero soy consciente que llegará el desierto y que habrá que cruzar mares que se nos presentarán infranqueables… Y ahí es donde la confianza en el Señor se pondrá a prueba. Que el Señor nos conceda desde ya ese don…

Así sea.

Má allá del Imperio de la Ley

Percibo que hay personas que piensan que el cielo se lo van a ganar a golpe de cumplimiento de ley. Qué sorpresa se van a llevar… Jesús vino al mundo para enseñarnos otra cosa, para mostrarnos que el camino no era la Ley sino Él.

Jesús en el centro de toda mi actuación. ¿Qué diría Jesús aquí? ¿Cómo actuaría Jesús allá? ¿Qué haría Jesús ante esta afrenta? ¿Cómo reaccionaría Jesús ante esta acusación? ¿Qué priorizaría Jesús en esta situación? Preguntas que yo intento hacerme día a día para no olvidar que, al final, más allá de la letra de la Ley está la misericordia que nos vino a mostrar el Maestro.

No es fácil. Cumplir cada párrafo de la Ley lo es mucho más. La apuesta por Jesús es una apuesta arriesgada, generará suspicacias y malos entendidos muchas veces. Los puristas de la Ley atacarán… pero, al final, el mundo será un poquito mejor. El mundo, más que nunca, necesita la misericordia del Padre y necesita que haya personas dispuestas a ser sus portadores. Yo quiero ser uno de ellos. En breve comienza el Año Santo de la Misericordia… Mejor ocasión, imposible, ¿no?

Así sea

Llamaste a los cansados y yo me quedé sin ir… #postureo

Ser manso y humilde no se lleva. La moda y la tendencia es otra. Nos han metido en la cabezota que ser manso y humilde es signo de debilidad. Ser manso y humilde, como te puedes imaginar, en un mundo competitivo como el nuestro, está condenado al fracaso.

Humilde es quién se sabe necesitado de Dios y de los demás. A mí no me vendría mal una sobredosis de humildad en muchos momentos. Lucho cada día por espantar de mí los pensamientos tentadores de creerme más listo, más capaz, más eficaz, más formado, más inteligente, más maduro… que muchos otros. Me sé necesitado de Dios pero no tanto de los demás. Implacable muchas veces, exigente y con un puntito de chulesca soberbia…

Siempre me glorío de dormir poco, de no cansarme mucho y de tener más resistencia que un jabato pirenaico. Y ahora llego al Evangelio y pagaría por ser de esos cansados y agobiados a los que Jesús llama a sus brazos. ¿En qué quedamos? ¿Mi fortaleza y mi capacidad me privan del descanso en Jesús? Ummm… habrá que pensarlo y rezarlo. A ver si estoy vendiendo como bueno algo que no lo es tanto…

Para empezar, voy a procurar este verano, dormir más y descansar mejor; con humildad, sabiéndome necesitado del colchón…

Así sea.

Un encuentro, una llamada y un fuego que me abrasa el corazón: educar

Un encuentro. Eso es lo que nos narra el pasaje del Éxodo de hoy: un encuentro. Tal vez uno de los grandes encuentros de toda la historia sagrada. El Señor sale al encuentro de Moisés, en forma de zarza ardiente inagotable, allí donde él vive su cotidianeidad.

El Señor es un hacedor de la historia de cada uno. ¡Cuántas veces habría pensado Moisés cómo le había cambiado la vida! Él, que era Príncipe de Egipto, salía a pastorear todos los días un rebaño de ovejas que ni siquiera era el suyo, sino de su suegro. Él, que estaba condenado a muerte, fue rescatado del Nilo; él, que pudo haber reinado en el poderoso Egipto, acabó de pastor en medio del desierto. Qué historia… qué vueltas… qué ires y venires tan caprichosos… Y justo en ese momento, cuando más pequeño era, en su cotidiano paseo, tendrá un encuentro que le cambiará la vida. Moisés notó el fuego, su luz, su calor y comprobó que ese fuego no se apagaba… Y en ese fuego, encontró a Dios.

¿Qué fuego inagotable arde en tu corazón? ¿Cuál es ese pensamiento que no desaparece? ¿Cuál es esa inquietud que te empuja y te martillea que no cesa? En el mío, desde hace años, la llamada a ser educador, a bajar al barro con los niños y jóvenes, a ser maestro pequeño entre los pequeños. Es un fuego que el Señor ha mantenido encendido hasta hoy, un fuego abrasador que día a día me ha mantenido firme en el camino, guiándome hasta aquí, hasta hoy. La presencia del Señor en mi vida, como con Moisés, siempre se ha manifestado como hoguera, como pasión, como calor, como ardor invencible…

Y cuando el Señor se encuentra contigo, cuando te llama, te lanza a la misión. Yo, como Moisés, también me siento hoy llamado a liberar de la esclavitud, educando, desde bien temprano. Una misión mucho más grande que yo mismo y mis capacidades. Una misión que me desborda y que, si os digo la verdad, no tengo ni idea de cómo afrontar. Pero el Señor, igual que con Moisés, me asegura su presencia, su compañía, su aliento, su sostén. Al fin y al cabo, como nos recuerda Jesús en el Evangelio… somos los pequeños los privilegiados a quienes Dios Padre descubre su rostro.

Así sea.

 

Y tú, ¿qué haces con el milagro de cada día?

Vivo en un país «católico por tradición». Es mi impresión. Un país, España, donde contabilizamos como católicos a muchos que sólo lo son de etiqueta, de nombre, por costumbre, por no llevar la contraria, por pereza espiritual. Y el Evangelio de hoy me lo ha recordado y me ha recordado que yo no quiero ser así, ni ahora ni nunca.

La fe no es un título honorífico y perpetuo que se nos concede. La fe no es un DNI, no es un hashtag, no es un logo identificativo, ni el emblema de un club. La fe es un don que nos permite creer en Dios, creer y seguir a Jesús. Es algo vivo, dinámico, versátil, a veces hasta incómodo… Nada tiene que ver ser seguidor de Cristo con agrandar los números y las estadísticas de las religiones del mundo.

Jesús está cerquita mío y actúa cada día. Jesucristo me sale al encuentro cada mañana, se me hace el encontradizo, desbarata mis planes y provee aquello que necesito. Jesús es el milagro mismo de cada día. ¿Qué hago yo son ese milagro? ¿Me percato del mismo? Muchas veces no. Lo desperdicio, ensucio mi mirada, pierdo mi energía en otras cosas, me vacío de fe… Muchas veces el milagro se me escapa entre los dedos… Me despierto al lado de mi mujer sin considerar el milagro del amor que nos permite seguir juntos 15 años después, fieles y con un poyecto común. ¿Y los abrazos de mis hijos y sus besos? ¿Y sus progresos, su crecimiento, su aprendizaje, sus preguntas, sus gustos, sus manías, sus miedos? Milagro de familia. Salgo a la ventana como si el sol estuviera ahí porque alguien lo ha puesto y bebo el agua que otros millones no tienen. Rezo a mediodía como si saberme Hijo fuera algo natural y no sobrenatural… Y así podría seguir…

Hoy, Señor, te pido mirada limpia, corazón libre, fe sencilla… para abrirme a tu presencia transformadora hoy, sólo hoy… como diría mi amiga Paula.

Así sea.

Jesús, vaya despertar me has dado

Uno se levanta por la mañana, dispuesto a afrontar el día, y se encuentra con las lecturas de hoy y… se lleva un chasco. ¿Puede haber mayor aguafiestas que el Jesús que hoy nos habla, que la mano del que escribe y nos recuerda la tragedia del pueblo de Israel en Egipto? Así, a primera vista, no es un planazo.

A veces me engaño a mí mismo y creo que sí, que seguir a Jesús me va a conducir misteriosamente por caminos agradables y felices. A veces pienso que ir dando respuesta a mi vocación es para mejor, para vivir mejor, para vivir más a gusto y tranquilo. Creo que me cuesta asumir la dureza con la que Jesús nos recuerda hoy qué implica seguirle: no hay paz, no hay descanso, hay cruz, hay pérdida, hay muerte…

Entonces, releo el salmo con calma y encuentro sosiego y templanza, caricia. «Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte…» Y abro mi corazón y me sitúo ante esta maravillosa promesa: «No tengáis miego. Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo». Y entonces en mí brota la confianza y la esperanza y afronto el día sabiendo que toda la cruz que hoy me toca vivir, es una cruz compartida con Él y que, con Él, la batalla siempre se gana; con Él, la muerte ha sido vencida.