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Abandonar, unir y recrear. Esto es el matrimonio. (Mt 19,3-12)

«El que pueda con esto, que lo haga», dijo Jesús sobre el proyecto de unión de un hombre y una mujer. Yo me atrevería a decir más: «el que quiera contar con el Espíritu, que lo haga». Porque sin duda, el matrimonio es un proyecto, una aventura, una cumbre difícil de conquistar pero con unas vistas maravillosas, arriba y durante el trayecto.

En este mundo «flower-power» y «misterwonderfuliano» en el que vivimos, parece que sólo estamos preparados para compatibilidades absurdas, donde los miembros de la pareja coincidan en hobbies, sensaciones, intereses y perspectivas sobre todo lo que les rodea. Se mantiene el legítimo sueño de encontrar a alguien que nos quiera pero la traducción que hacemos de eso es infantil, empalagosa y lowcost. Muchos quieren alguien que les «sirva» para ser felices.

El primer paso es ABANDONAR. El matrimonio es un proyecto que, como todo lo que viene de Dios, requiere cierta «exclusividad». Efectivamente, casarse no es invitar a alguien a unirse a lo que uno ya tiene de antemano sino más bien lo contrario: en la decisión de casarse, uno elige proyectar su vida con alguien más, con alguien que pasa a ser algo más que un compañero o compañera de camino, con alguien a quién le entrego lo que soy para, juntos, crear algo nuevo. Y eso implica dejar muchas cosas. ¿Con el matrimonio se pierde libertad? Depende cómo lo entiendas pero si hablamos de la libertad como se entiende normalmente, sí, se pierde libertad, porque tu vida ya no es sólo tuya. Eso es algo maravilloso y apasionante, clave principal de que el proyecto comience y brote con ciertas garantías. Casarme contigo es decirte que me entrego a ti, que dejo de ser sólo mío, que me pongo en tus manos, que me la juego contigo, que estoy dispuesto a subir a la cumbre en tu compañía, dispuesto a amarte antes que a pedirte que me ames.

UNIRSE a alguien no es ser compañeros de juegos y sueños. Casarse no es fundar una empresa con otro socio. Casarse no es ver mundo con mi amiga o amigo del alma. Unirme a alguien es atarme a él, es apretar juntos un nudo mariposa que nos permita escalar con la garantía de que el otro me salvará de cualquier traspiés, de que no voy solo. Comprometerse en esta unión es vertiginoso. ¿Pero es que alguien se había pensado que casarse no da vértigo? ¡Mucho vértigo! Como todo lo importante de la vida, aquello que nos eleva, nos hace sentir vivos, nos hace tragar saliva, con la duda de si seremos capaces. Dios siempre ayuda. Es una tarea humanamente compleja, una labor trascendente que nos supera pero nos anchea, nos desarrolla, nos hace crecer.

La otra persona no viene al mundo para hacerme feliz. Ni siquiera nos complementa. No es mi media naranja. De la misma manera, los doce apóstoles no fueron elegidos por ser las personas más preparadas, las más idóneas para compartir rato con Jesús y sacar adelante su misión. Ni siquiera el grupo fue formado con criterios técnicos y sociológicos, psicológicos y humanos, para evitar roces, desencuentros y dificultades. Por eso, el proyecto de amor que el matrimonio representa excede todo eso. No puedo depositar en el otro la misión de plenificar mi vida. Pasamos a ser una sola carne, sí, pero sin anularnos como personas. Al revés, es el camino juntos en el que nos vamos reconfigurando, recreándonos, dando forma a lo que ya éramos. A veces a base de amor, de romanticismo, de viajes, de escuchas, de confidencias, de manos tendidas, de encuentros sexuales maravillosos y de sintonía personal. Otras veces, nos recreamos juntos a base de afrontar dificultades, situaciones dolorosas, desencuentros, discusiones, soledades, incomprensiones, egoísmos y sequedades. ¿O no es verdad que el caminante, que disfruta de recorrer mundo, no es consciente de no todo serán verdes llanura al sol? Pero si es cierto que no «desaparecemos» cada uno, es también necesario entender que surge un «nosotros» ya inseparable. Mi vida deja de entenderse si en el otro. Una nueva criatura brota. La creación sigue su curso.

Dios hace historia con nosotros. Y no nos deja. Sabe que la tarea es enorme y también las dificultades. Sabe también que pocas cosas hay más sagradas en su creación que un proyecto de amor entre dos personas que se eligen, que se ponen en sus manos y que deciden vivir el Reino de Dios como familia. ¿Puede fracasar? Puede fracasar, como todo en la vida. Pero creo que es necesario decir que puede triunfar. Es posible y es hermoso. Estamos llamados a grandes cosas, no a menudencias. Somos hijos de Dios. ¿Hay garantía mayor?

Aprovecho hoy, Señor, para dar gracias por mi matrimonio, imperfecto y en continuo crecimiento. Sigue sosteniéndolo y ayúdanos a querernos mejor cada día.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

El don del matrimonio (Mt 19,3-12)

Parece que descubrir la vocación sacerdotal o de vida religiosa requiere de un fino discernimiento por parte de cualquier hombre o mujer que atisbe la posibilidad de ser llamado o llamada. Parece, en cambio, que el matrimonio es la vocación por defecto, lo que sucede si todo sigue su curso. Incluso parece que quién no toma ninguno de los dos caminos… está estropeado, ha tenido mala suerte o, sencillamente, es un rebelde sin causa.

Es muy hermosa la palabra de Jesús de hoy sobre el matrimonio: «No todos pueden con eso, sólo los que han recibido ese don.» Un don, el del matrimonio, que requiere estar disponible para acogerlo, discernir para descubrirlo y amor para alimentarlo y hacerlo crecer. Y no, no es un don para todos.

El matrimonio es una llamada de Dios a dos personas, una llamada que implica construir una vida común, ser uno amando y respetando la alteridad del otro, testimoniar que es posible vivir con amor y en comunidad la vida regalada, crear un hogar y ofrecerlo a todo el que lo necesite y tener hijos, con responsabilidad, que encarnen el fruto de una vida mutua entregada. Fino discernimiento requiere esta llamada. Antes, durante y después de pasar por el altar.

Como Iglesia, queda mucho por hacer todavía, antes, durante y después. Le pedimos hoy al Señor fuerza para todos los matrimonios, especialmente para aquellos que están atravesando momentos de oscuridad.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Los aniversarios no se acumulan en el #matrimonio

Hoy es nuestro aniversario, el de mi mujer y mío. Hoy hace 13 años que nos casamos. Trece años ya… Es fácil tener la tentación de acumularlos.

Los aniversarios no son un trofeo que colgar en la vitrina del salón de casa. Ir cumpliendo años de matrimonio no es un reto, una batalla, una apuesta con el más allá. ¡Claro que uno se llena de alegría al comprobar que la vida sigue gastándose al lado de aquella a la que uno decidió darle todo! ¡Claro que sí! Pero acumular… acumular no.

Hoy el Señor nos previene de eso en el Evangelio. Acumular es de conservadores, de usureros, de obsesos de la seguridad. Acumula el que no quiere gastar. Acumula el que no quiere poner en juego los talentos. Acumula el que quiere enriquecerse… Y el Señor nos pide ser pobres hasta en esto.

Mi matrimonio, mi compromiso, mi aniversario… no es una medallita para que Esther y yo, previa cena de celebración, nos acostemos hoy más contentos que ayer. No sólo hemos prometido delante de Dios gastarnos y entregarnos el uno al otro y a nuestros hijos, sino que nuestro matrimonio es donación para los demás. Un matrimonio que acumula su propia experiencia, que cierra filas en torno a las paredes de su hogar, que se excede en el celo por su intimidad… es un matrimonio que no sale a la misión, que no acepta su vocación fundamental: encontrar un compañero de camino para mostrar al mundo que es posible AMAR a otro y que, junto a él o ella, es posible gastar los años camino de Jericó, atendiendo heridos en el camino.

Trece años después sólo puedo decir que Esther y yo renovamos cada día, no sin dificultades, nuestro amor y que, desde ahí, renovamos nuestra opción por ser casa de todo aquel que lo necesite.

Un abrazo fraterno

El matrimonio, una vocación casi abandonada que urge cuidar

Más allá de divorcios, rupturas y separaciones, que ya están bastante en la actualidad últimamente, me quedo con una de las últimas frases del Evangelio de hoy, una frase que nos lanza una pregunta: ¿Soy llamado al matrimonio? ¿Se me ha concedido ese don?

Es frecuente comprobar cómo el discernimiento a la vida sacerdotal o a la vida religiosa es un proceso arduo, duro, que dura varios años y que tiene un proceso definido de inserción y conocimiento progresivo que, al final, te conduce a una decisión con criterio (aunque puede ser equivocada también). ¿Qué pasa con la vida matrimonial? ¿Hay discernimiento? ¿Hay proceso? ¿Quién los acompaña? ¿Qué hitos tiene, qué de inserción y conocimiento progresivos?

El matrimonio, supongo que como todo aquello a lo que nos llama el Señor, es un camino lleno de bendiciones en el que uno se encuentra con la cruz irremediablemente. Es un camino duro y difícil de construir y hacer crecer, y a la vez lleno de alegrías, satisfacciones… ¿Sabemos a lo que estamos optando? ¿Estamos llamados a ello? ¿Cuántos se habrán casado sin haber pensado todo esto?

La Iglesia debe despertar y ser autocrítica en este aspecto del cuidado a la vocación matrimonial. Se ha cuidado con mimo y tesón la vocación sacerdotal y religiosa, se le ha conferido una importancia mayor y, con los hechos, se ha transmitido la idea de que es una vocación superior. Los casados… no necesitamos nada. Eso sí… LUEGO CAEN SOBRE NOSOTROS TODAS LAS DESGRACIAS COMO SALGA MAL LA COSA.

Urge, Padre, tomar decisiones, dar luz, ser valiente, SER AUDACES.

Así sea.

Desgarren su corazón (Ester 14,1.3-5.12-14) – Jueves I de Cuaresma

Hoy, jueves, me enteré de la muerte de una persona. Era una persona más bien desconocida. Conozco más a su cónyuge. Joven. Enferma. Ya está con el Padre.

Su historia, la suya personal y de la de su matrimonio, me ha desgarrado el corazón. No hay palabras para expresarlo pero sentí la presencia de Dios fuertemente al saber de su muerte.

Mi oración de hoy es una acción de gracias profunda por sus vidas, por sus testimonio silencioso pero brutalmente eficaz.

Un abrazo fraterno

Dios es capaz de hacer lo que promete (Rm 4,20-25)

Hoy es el día de mi aniversario. 7 años casado con una mujer maravilloso que me trajo Dios de la mano y que, de la mano de ella, sigo luchando por el Reino.

Nuestro matrimonio es signo de las promesas cumplidas de Dios. Uno mira hacia atrás y ve un trabajado y trabajoso camino recorrido entre los tres. Y luego llegaron los nenes. Y seguimos soñando juntos. Y riendo juntos.

Por supuesto, DIOS CUMPLE SUS PROMESAS

Un abrazo fraterno

Habéis sido convocados, en un solo cuerpo (Col 3,12-17)

El corazón se me movió al comenzar la lectura. Sí. Este extracto de colosenses es la segunda lectura de la celebración de mi boda. Y sigue produciendo efectos comprometedores.

Esther y yo hemos sido elegidos de Dios. Somos sueño de Dios el uno para el otro. Somos juntos sueño cumplido de Dios cada día.

Esther y yo no somos compatibles en todo. En algunos aspectos somos tremendamente incompatibles y sacamos de quicio al otro. Y ahí nos sobrellevamos y nos perdonamos. Nos redescubrimos y nos reinventamos.

Esther y yo hemos sido convocados a encontrar la paz de Dios en el otro y juntos. Y lo vamos consiguiendo. Es un trabajo difícil en esta vida difícil pero, poco a poco, vamos aprendiendo a recostarnos en el otro y respirar.

Esther y yo sabemos que debemos ser agradecidos por tanto. Por nuestro proyecto común. Por el otro. Por nuestros maravillosos hijos que nos esculpen y nos moldean. Por poder sufrir por amos. Por nuestras familias. Por nuestra comunidad. Por nuestros trabajos. Por nuestra fe compartida.

Esther y yo escuchamos juntos la Palabra y vivimos nuestra fe en los mismos lugares, en Betania fundamentalmente.

Esther y yo cantamos, cantamos mucho. Vivimos con elagría y transmitimos la alegría de Dios.

Esther y yo seguimos luchando por nuestro amor y nuestro proyecto porque seguimos creyendo en él, en Él. Ésto es lo que nos da la fuerza cuando la fuerza nos falta.

Un abrazo fraterno